¿Qué o quién soy?

Provisoria presentación personal de validez limitada

Las fiestas pasaron, el gobierno cambió el horario oficial, las tarifas aumentaron. Todo, casi, más o menos igual. Nada me sorprende demasiado. Hace calor, llueve en la costa y más adelante vendrá la temporada de mosquitos.

En esta esquina de este barrio tan de moda, las cloacas no dan abasto y, sin muchos cambios, hago lo mismo desde que me separé. Qué olor nauseabundo, es penetrante cuando quiero tomar mi desayuno (café con tostadas y dulce light). Me pregunto si toda la vida no será pura suerte (los astrólogos hacen negocio de esa creencia). Justo ahora que me disponía a escribir sobre quién soy, una nueva presentación de mí ante mí, y lo único que puedo hacer es oler lo que me rodea. Y no puedo escribir, aunque lo esté haciendo, claro, pero no desde la cabeza como se supone, sino desde la nariz. Mi nariz, que escribe o me dirige, al funcionar como un radar, un detector, como el de un murciélago quien ciego no choca con los objetos. Y si es así, por ahí, por esa nariz que me la torcieron dos golpes bien dados, por esa curvatura provocada por la vida, penetra un aroma: la piel perfumada de una mujer. Entonces empiezo a pensar en mí.

Puedo acordarme para siempre del olor de una mujer. Se dice que es difícil evocar un aroma, un perfume, un olor, por más fuerte que sea. Freud sostenía que el cerebro olfativo se atrofió cuando la especie humana se irguió y abandonó las cuatro patas para volverse animal óptico. Y sin embargo, llevo en algún lugar toda esa carga invisible. Tanto que estoy seguro, que si me cruzara alguna de esas pieles en otras pieles, en una esquina o en una oficina, incluso en el subte (ardiente en verano) volvería a ser el que era. Claro, el perfume me subyuga y yo siento que me convierto. Es un pase, como el de un mago.
“Cuanto más miren, menos verán”, dice el mago.
Y así engaña por medio del oído a la vista, pero no al olfato.
Porque los cuerpos son como huellas digitales, tienen una marca perfumada, propia, inasible, indescriptible. Por eso me preocupa oler bien. No es el perfume. Es la traza final que deja mi cuerpo en el de los otros. Es el cuerpo que exterioriza lo que como y lo que pienso. Si estoy sano o enfermo. O la calidad de mis afectos. Los olores, los aromas, los perfumes, se dice, tienen cuerpo. Son cuerpo. Un bebé viene al mundo en medio de un mercado nauseabundo y el destino lo convierte en asesino al buscar un elixir definitivo, que nadie pueda resistirse a él. Eso es “El perfume”, un texto que marea, porque hace aroma de lo escrito, como quiere ser esta presentación vuelta impresentable.

Dejo a veces por descuido que algo se pudra o se humedezca y mi casa, invadida por ese alien oloroso, se transforma en ajena. Me cuesta siquiera empezar la búsqueda de la fuente de ese olor, fantaseo que nunca más se irá, que vino para quedarse, que me hará parte de su mundo y el miedo comienza a invadirme. Si un día mi cuerpo empezara a expeler mis miserias y las hiciera materia olfativa ¿alguien se acercaría a mi?.

La luz es el dominio en que mis ojos se limpian, en el de las pieles aparecen los restos ocultos. Y en la intimidad es donde me dejo llevar de la nariz. Mi papá lo decía, claro que con tono crítico, creyendo que dejarse llevar “de las narices” era ser menos HOMBRE (con mayúscula, que lo hace efigie)

Quizá hoy, con dudas, pueda presentarme con mi nariz renovada, aunque me rodeen las cloacas y vuelva la temporada de mosquitos. Es que el gobierno no las limpia. O sólo sea que la ciudad está revelándose en su inhumanidad.
No lo sé o prefiero no saberlo. Al menos por ahora.
Enero 2008