TRIVIAL

Los fines de año son todos iguales. Enloquecedores en la ciudad. El tráfico mezclado con las bolsas de las compras, la gente apurada porque parece venir el fin del mundo y no una fecha en el almanaque. Pero este año las cosas serían distintas. Me había tomado vacaciones, justamente para quedarme en la ciudad y observarla como un turista. Ver si podía verla de otra forma. El domingo llovió y el lunes era glorioso. Fresco en diciembre. Y con toda la semana por delante.
Empecé a armar el rompecabezas de las horas. Ahora al gimnasio, después un corte de pelo y más tarde a algún museo. Sólo para terminar el día en un encuentro especial de los alumnos de los grupos literarios de K. Una invitación ineludible para cerrar el año. Algo que le diera sentido al paso del tiempo. Ponerle palabras a la mudez, o algunas diferentes a la verborragia típica de los periodistas, que llenan páginas sintetizando el año que pasó y predicen de forma absurda lo que vendrá.
Caminé, hasta tuve que ponerme un buzo, sentí fresco. Luego un poco de sol me hizo desistir de tan larga caminata. El segundo museo por visitar estaba cerrado. No lo lamenté. Ya podía pensar en la llegada al Abasto.
Cuando llegué, noté que habíamos quedado mezclados. Que alguien había concertado un encuentro a la hora de las brujas. En medio del mismo barrio en que mi abuela me compraba los sábados la revista de los súper héroes, en el que me daba quince centavos para que me tomara el veinticuatro, en el que me dejaba mirar Misión Imposible en la cama antes de ir a dormir mientras pelaba manzanas (por supuesto que para comerlas me tenía que sentar, no sea cosa que me atragantara). Allí mismo donde los borrachos me asustaban de noche, en que mi novia y yo íbamos a la guarida para leer los libros prohibidos por la dictadura. No estoy seguro de que fueran prohibidos, quizá sólo lo hacíamos para sentirnos importantes, furtivos habitantes de ese barrio, donde en invierno hacía frío y en verano un calor insoportable. Pero mi abuela me dejaba jugar a las escondidas, abasteciéndome de un lugar para refugiar palabras, sensaciones y recuerdos.
Como es usual en mí, había llegado temprano. Me senté en el sillón. Estaba de buen humor. Como todo buen turista debe hacer, había llevado conmigo mi cámara de fotos. Y fotografié a los que iban llegando. Comenzó un extraño cruce de los que habitualmente llegaban a esa hora y los que se iban más tarde. Pero ese día, todos se quedaron. Había (se notaba) códigos de los grupos que se fueron creando ese año, y algunos hasta se habían puesto nombre. Eran tribus poéticas que en el Abasto habían enlazado sus destinos. Me dediqué a mirar por la ventana. Cruzando esa mole espantosa del shopping, en el edificio bajo que podía ver desde esta torre, vivía mi abuela. Ya no vive allí. Murió hace varios años. Pensé: quizá un día me anime y le pida a K. que me deje salir al balcón. Quisiera poder ver si en ese balcón ella sintió lo que escribió en su último libro.
¿Casualidad?: al lado mío, se sienta la hija de una amiga de la adolescencia. Se llama D. Lee sobre su madre y con su voz tan parecida, ya no sé a quién estoy escuchando. Ella que era la íntima amiga de mi novia y recuerdo, sí, que usaba aparatos en los dientes, fumaba mucho y se casó con alguien de apellido G. (no recuerdo su nombre). Entonces D., que se sienta al lado mío, es de apellido G.
De su madre no me acuerdo mucho más, sí de A., mi novia. Fría, distante. Marcó a fuego la elección de la que sería luego la madre de mis hijos. Tan parecidas ellas.
Sentado enfrente, Alejandro, conquistador a lomo de elefante, llega con una pequeña mochila y saca sus manuscritos, pocos transformados ya en textos tipeados. Saluda a su tribu, se presenta a los desconocidos. A mí me dice: ¿Qué hacés? ¿Cómo andás? Convencido que las convenciones del saludo me irritan, le devuelvo un simétrico ¿Y vos? ¿Qué le importa cómo ando? A mí no me importa él, salvo en los azarosos cruces en que me veo obligado a saludarlo.
Me empiezo a sentir avergonzado de mi propio orden. Lee Alejandro de las hojas de un cuaderno. Busca qué quiere leer, se toma su tiempo aunque parezca perdido. ¿Será un gesto planificado? ¿Como esas mujeres que se nota que estuvieron horas frente al espejo para no parecer arregladas? Mientras tanto, avanza el ejército interior, el implacable enemigo: ¿no será que tengo mucho tiempo para mí y por eso puedo ser tan ordenado en el oficio de escribir? Como no veo a mis hijos, tengo demasiado tiempo. Surge inevitable la siguiente pregunta (constante): ¿no será que con tanto orden nada nuevo puede surgir?
Cómo lee, me gusta. Es amigo de H., y se arman sincréticos los dos. Rubios, casados desde hace años, hablan bajito. Los dos tienen algo que les apasiona que no es el fútbol. H. la música; Alejandro, la poesía. Son amigos y sus hijos también entre ellos. Me cuesta entablar una relación con él. Algo no funciona. No pasamos de cinco minutos de un intercambio trivial y nos quedamos en silencio. Con muchos me pasa lo mismo: la superficialidad que me recrimino y acepto tantas veces como inevitable, mi naturaleza.
Viene después una conversación deshilvanada sobre lo nuboso. Lo que en la literatura hay que poder enfrentar mientras se escribe. Un problema que tratado de la forma en que lo estábamos resolviendo, no me satisfacía. Era un revuelto de más oscuridades, de gestos que no concluían. Sin embargo, la mitad de los presentes no recordaban que ésa hubiera sido la consigna del día. Algo muy típico de los talleres literarios, pensé. Miré atento a la cara de Alejandro, a quien creía perdido, entre tanta sombra y nube. Cuando leyó su texto me dije que no, que era una impostura, o que en todo caso me estaba reflejando. El rostro no siempre es tan fácil de leer. Leí hace poco de algunas personas que viendo rostros pueden descubrir sus intenciones. Cuando yo mismo hacía karate, mi profesor me decía que había que mirar los ojos del adversario -no sus piernas y manos- en sus pupilas estaban cifrados todos los golpes que arrojaría. Para Alejandro nada era oscuro. Su texto lo delataba. Era un recorrido piazzolliano por la ciudad, varios saltos en que las nubes se deshacían en locos que rodaban por Callao. Los rayos se convertían en ojos y las luces estremecían. Seguro. Quien no entendía era yo. Y mi rabia aumentaba. Las vacaciones, el museo y el día fresco ya eran un vago recuerdo. Él era de una tribu, tenía pertenencia. Yo, en cambio, estaba sitiado o aislado. Pensé que iría a un lugar en que algo especial pasaría. Pero, ¡éramos tantos buscando lo mismo! Y por un segundo me imaginé que a la misma hora, miles de grupos estaban en el mundo deshojando palabra sobre palabra, todos creyéndose especiales. Con un año calendario de acumulación de papeles en una carpeta roja, la profesora K. puso en evidencia que todo era un apilado de escritos. Dijo que ya no tenía lugar para más papeles. Se acordaba de quién era cada texto, algo que me llamó la atención entre tanta hoja suelta de diferentes tamaños.
Comíamos comida típica de asalto de mi pubertad. Pero eso me hace mal. Mate y en el medio mezclado con saladitos y coca cola. Creo que si me hubiera aventurado a ingerir algo de todo eso habría terminado internado (de hecho, una vez me pasó por mezclar torta de chocolinas con pizza)
Del resto de los presentes no puedo decir más. Todos podrían ser conocidos. Si lo intentara, encontraría que somos amigos, parientes o vecinos lejanos. Menos de seis grados de separación para todos. Un mundo pequeño en que no habría pretendidas palabras poéticas, sino que un mismo simple origen. Algunos de ellos, naturales miembros de clanes, con el tiempo dejarán la vida nómade del poeta y se asentarán. Otros seguramente harán otra vida, ésa de las lecturas colectivas, pequeñas revistas de baja tirada, algún libro y un mundo cerrado de autorreferencias.
Me impactan, de este cruce, aquellos que ya están como yo con media vida hecha -o un poco más- y vamos prolijamente a dejarnos llevar por ese maremágnum de palabras.
Ella (no recuerdo su nombre) leyó sobre la peluquera y su tía.
Dijo,
- El clonazepam no mata, sólo duerme.
Empiezo a temblar por dentro. Por un segundo me la imagino una asesina a sueldo, pero de un tipo especial. De las que matan con la palabra. Miro de costado a D. G.. Me parece que mucho no entiende esa frase. Me transporto hasta la madre de mis hijos (el lenguaje arma circunloquios increíbles para decir “ex esposa”). Una asesina que mataba con las palabras. Nada peor que contradecirla: su palabra era la última en nuestra horda. Y yo no era víctima, sólo que el clonazepam me dejaba dormir y no quería otra cosa que amanecer un día más. Un preso tachando lo días en el almanaque. En algún poema escribí lo mismo, un recluso con un marcador rojo tacha los días, insufrible retorno de lo idéntico. Total, ella podía seguir hablando, que yo era químicamente inmune. Pero lo increíble del lenguaje, tan aéreo, tan sin peso, es que no es inocuo. Trastorna, hace cosas y puede quemar. A la vez tan nuboso, sin transparencia en lo que decimos. Los silencios, mortales a veces, son formas sutiles del homicidio. Como en Caín y Abel, el primer gran crimen registrado, todo es cuestión de palabras. Dios acepta sólo un presente: el de Abel. El otro se trastorna. El texto no dice cómo lo mató. Fueron al campo (eso sí está dicho). Se miraron a los ojos y Caín lo hirió a Abel con unas palabras mágicas que lo tumbaron para siempre. Palabras con fuego, palabras ardientes, palabras dolorosas. Ahora todos sudamos para pagar el precio por ese uso irresponsable de la palabra. No sabemos si sangró. No sabemos si fue enterrado, ni siquiera si fue cenizas. Peor, muchos querrían saber si fue o no al cielo. Dios luego interpela a Caín, y nadie se hace cargo. Ni el mismísimo Dios, creador de la palabra que nombra todo, quien debe haber visto y oído lo sucedido, y que como responsable de todo ese drama, trata de no desocultar su propio error. Todas las ofrendas son válidas. Caín quedó preso en medio de una catarata de malos entendidos. Rojo de furia y azul de envidia, estalló. Su rostro lo delató y los ojos despectivos anticiparon el golpe que daría. La palabra, tan temprano, mostró que aún en la tribu más primitiva, no es trivial. Está integrada al cuerpo.
Ese día con todos esos desconocidos asistíamos a K., nuestro oráculo, para que ella nos dijera, cara a cara, qué era posible o imposible decir. Que validara si existían palabras conquistadoras, si la palabra nos transformaría en escritores, si podríamos llamarnos poetas, si trascenderíamos ese cúmulo de papeles impresos o terminaríamos en la basura por falta de espacio. Asilado en ese pequeño eje del mundo, asistía a un vórtice en que las palabras pasadas y futuras estaban a punto de adquirir plenitud. Me preocupaba que por su liviandad, pudieran morir en manos de alguna droga, una mirada despectiva, o un golpe no leído a tiempo en el rostro del oponente.
Estábamos ahí para hacer preguntas sin respuestas. En el Abasto. Cruzados. Sentados. Creyéndonos especiales. Conquistadores de la palabra o pequeños aprendices de asesinos. Justo antes de fin de año.
Cuando salí a la calle empezó a hacer calor. Sentí la humedad tan típica de diciembre. La gente estaba quieta con la boca cerrada. Me quedé sin ganas de hacer más planes para esa semana. No podía ser más un ocasional turista de mi propia ciudad. Todo se había vuelto sin sentido. Me sentía desasosegado.
Pensar que había cifrado en esos pocos días un final diferente.
No recuerdo haber saludado antes de salir.
Me gustaría deslizarme sigiloso
recién regresado
de la batalla sin botín
desnudo
que no altere tu respiración
sin que estires la mano
sólo quedes en medio de un sueño confuso
me acomode y muera como héroe de película
un rato al menos
oliendo tu cama, el improvisado pijama, la colcha
adivinando la foto de El Beso (trucado, ya lo sé)
una ciudad de posguerra
haciendo el gesto
que sin tocarte
me quite la llaga
nos deje amnésicos
en las diferencias


que nos alejan



y por fin


te llegue.

Mayúsculas


Hay que poder escribir sobre la falta de tema o el deseo de hacerlo. Se convierte en puro fluir de palabras sin apuro, buscando nada, dejándose llevar en andas por las manos del que escribe. Letra a letra, en estas MAYÚSCULAS que son las que mejor (únicamente) puedo leer cuando paso los textos al procesador, cuando les daré forma. Corregiré lo que, en ese momento, llamaré errores. Sentado, miro la sierra. Pero ya no es tan cierto cuando escribo: “sierra”. Ya no está más en mis ojos, se hizo sombra plasmada en el papel. Quien me acompaña ahora toma sol, frunce los ojos, se silencia en el rito de dejarse llevar por una ceguera momentánea. Y mi cabeza deja circular otras quietudes pasadas, transcurrires que nunca intenté atrapar con la palabra escrita. De a poco este ejercicio encuentra objeto, en atardeceres lejanos con horizontes más plenos. Acá la vegetación, los pájaros y la loma arbolada se ciernen sobre mí, cercenando la lejanía. Es una visión de acequias, arroyos y piedras, árboles muy crecidos con lluvias nocturnas y regados por esta luz implacable en los veranos. Algunos por acá son extranjeros, descendientes de los que buscaron la simpleza del espino y el cactus, del indio devenido campesino y la tierra apisonada que deja salir su polvo en el andar lento de los vehículos. No es extraño que sólo unos pocos se aventuraran a venir. En general europeos, específicamente alemanes. Duros como la dureza que los esperaba. Un alemán es alguien que parece remoto, que llegó a estos desolados parajes, dejando su tierra, hambre y guerra. Pocas veces por ideología.
De a poco, me doy cuenta de que yo vivo aprisionado en mi torre de ladrillos y lo que me encierra es la pared del vecino, que me corta el aliento. Mi dificultad para una prosa con objeto, no radica en la interrogación sobre estar acá, sino en una interpelación frustrada a lo que deseo. Un texto de letras que se dejen llevar.
Yo, no freno, me detienen los dolores de mi cuerpo.
Y me hago carne de unas ideas, mientras otras escapan por los huecos del paisaje.
En la vista al parque hay unos baños
químicos, improvisados puestos al azar
testimonios de una obra que sigue inconclusa
verano mediante me acalora
desde este bar en el sur de la ciudad
donde convive el asfalto caliente
las casas bajas con intentos urbanizadores -también sin terminar-
algo me invoca en este viernes
(abren y cierran la puerta dejando que escape el aire frío y se cuele el viento norte que me irrita)
víspera de otro fin de semana
que anuncia otro fin de año
que trae otro cierre de ilusiones
sin fin como las obras
el asfalto
cuando el verano lentifica mis ideas
me trae a esas noches que con la ventana abierta
imploraba una gota de aire
humedeciendo las sábanas
pegado a la almohada
camino de regreso a la oficina
con más sol y calor que antes
mis ideas sin acabar
después de la excursión
con deshechos a la vista
como yo.

A los “Diálogos de ruptura” de Julio Cortázar

APARENTE CONVERSACIÓN SILENCIADA

- Perdoname que te interrumpa, pero me cuesta aceptar que la distancia pueda ser buena, que no vernos, que no sentirnos cerca, que no tocarnos bajo la sábana pueda ser bueno. Presiento un futuro lleno de problemas. No entiendo qué me pasa, pero es así.
- Te escucho. Me cercás. Me cerrás. Lo que querés por un lado me da placer, o un poco de gratificación, no sé cuál sea la mejor palabra para describir lo que siento. Pero por otro lado, me asfixio en algo que me rodea, me atrapa del cuello, no me deja, respiro con dificultad.
- Si te suelto, te escapás.
- No, mis compromisos son más sólidos de lo que parecen. Empiezan conmigo. Después son con vos.
- Ayer me dejaste hablando sola y ni te diste cuenta.
- Tenía mucho que hacer. Estaba con esa sensación de apuro que me corroe siempre. Apuro por estar en otro lado, apuro como si algo se estuviese armando en otra parte y yo afuera de esa escena. Y al final estoy fuera de mi propia obra.
- Dejame que te abrace.

OTRA VERSIÓN SIN ALTER EGO

- Me corta el aliento
- Es que no podés dejar de verte
- Cuando ya no quiero más y sin embargo
- Nada de lo que hagas puede ser un escape seguro
- Si quisiera levantarme y salir podría hacerlo ya
- Siempre apurado por el futuro y los planes. Cero en presente
- Pero te querés asegurar que no sea la opción final
- Un presente que rehuís al evitar verme tal cual soy
- Me gustarían unas vacaciones cortas, cerquita, sin mucho viaje
- Sos quien no está ni siquiera cuando parece
- Un destino sencillo, pero pleno de recorridos
- Para mí sigue siendo central el horario de la comida y eso
- Seguro que ya llego al punto que quiero
- Hay horarios en que me angustio al verme
- Y no me dejes volver a ese momento
- Acá estoy
- Quiero un poco de silencio, por favor
- …

Reunión

Yuxtapuesto
a mi propio ser
expropiado en cada pensar
mi yo contra mí
mientras siguen hablando sin parar
me paro en un mangrullo y observo
mis miedos
dependencias
dudas
(esperanzas, pocas)
respiro y jadeo sin movimiento (ellos discuten)
inexplicable quedo
en deuda con lo que querría
no puedo enfocar en lo que dicen
existo
finalmente tiro la toalla
retiro la silla
voy al baño (así parece como si estuviera)
y quedo finalmente
extenuado.
Muchas veces
a la mañana
voy a nadar
y cuando nado
cada tanto
pienso
que me ahoga
casi nada
Siento tu corazón contra el mío
juntos
retumban retumban retumban re tumban tum tum ban ban
lentos dejan de latir
ceden al sueño
miro de costado las cortinas
ellas tiemblan
por un accidental hueco veo
algo de las hojas agitarse, no son ellas

Caigo lento en el olvido anterior a la despedida
Cuando sumo cada segundo
Cuando mis sentidos se exacerban
Cuando ruego a mi memoria no perder nada
Cuando estoy atento a cada suspiro
Cuando mis ojos se caen en vos
Cuando cedo mi alma

Estamos en tinieblas y respiramos acompasados
al cuerpo del otro cedido hace poco
ahora huimos
Yo
seguro
a mi propio rincón
solo
muy solo.

Ana

… por más empeño que ponga en concebirlo, no me es posible tan siquiera imaginar que pueda hacerse el amor más que volando.

Girondo, Espantapájaros.


Me dijeron, y ella me lo recordó en la primera llamada, que tenía mi edad o un año más. Pero quise jugar. Como los que juegan en el casino por necesidad y pierden por la misma razón. Un buen encuentro, es una corta manera de adjetivar, pero expresa lo que pasó en aquella primera cena de conocimiento. Insistí en seguir reglas (creí que de cortesía) y la volví a llamar.
Salimos. Yo tratando todo el tiempo de convencerme de que me gustaba. Entonces probaba mirarla en distintos perfiles. Trataba de ver cuál era el aspecto que me podía atraer. Al mismo tiempo, pensaba que no había atracción posible si lo tenía que hacer husmeándole el cuerpo y la voz para “pensar” si me gustaba. Era un trabajo. Mientras, ella seguía hablando y yo respondía como podía.
Pasamos mucho tiempo esperando la mesa, con una sensación de atrapado sin salida. Ahí parados, ella me contó que su hija tenía pechos muy grandes, más grandes que los de ella. Claro, que como trabajé en la lencería de mi papá, la frase: “ella tiene 120” la pude finalmente captar, pero no sin antes pensar que me estaba confesando que tenía una hija que pesaba esa enormidad de kilos.
¿Qué me quiere decir? - pensé.
Ahí parado recordé una conversación de ese mismo día, en la que le decía a un amigo:
-Hoy a la noche salgo con una señora.
Exploraba sus ojos con la esperanza de encontrar la respuesta. Miraba la forma en que cerraba fuerte los labios, cuidando mucho de cerrar bien la boca. Atisbaba en cómo movía las manos, y espíaba sus anillos. A la vez exploraba cualquier otro gesto que me diera una pista.
Falsa esperanza. Ella no tenía la respuesta a cómo había llegado hasta ahí. Igual ya el tiempo estaba irreversiblemente moviéndose, y en pocas horas estaría de regreso en mi cama. Solo.
Al llegar a la puerta de su casa, cuando ya escuchaba los aplausos y el telón cerrándose para irme a descansar, me preguntó
- Subís?.
No me lo imaginaba. No supe decir no.
En el ascensor, esa maldita luz blanca dicroica me mostró en el espejo quiénes éramos. Los dos. Y ella. Trataba de pensar en cómo sería su cuerpo. Y no podía.
Todo se precipitó cuando sentados en ese sillón la vi de costado. Sus pechos grandes, contenidos en la remera y emergiendo de allí, su cuello con evidentes señales de flacidez. Sentí pudor. Un solo paso más y podría estar desnudándola. Su gata Ana (por anarquía) me acosaba con esos ojos romboidales que asomaban como faroles. Me daba desconfianza, como todos los gatos. Desolado en mi soliloquio, trataba de hilar un tema mientras me mostraba fotos de sus hijos. Ella cuando era joven, con su hermana, su madre y no sé cuántos más.
Empecé a sentir calor, o asfixia. Tenía la sensación de que los pelos de esa gata me darían mi típica alergia. Podría morir de un shock anafiláctico. Al menos así zafaría de la obligación que parecía inevitable. ¿Y si sus pechos cayeran al desnudarse? ¿Qué haría con ellos? No soy Girondo. A él no le importaba la forma de los pechos de las mujeres. Su único requisito era que lo hicieran volar. Pero para eso hay que tomarse el vuelo y yo no quería siquiera acercarme a la nave. En tierra me siento más seguro.
A los treinta minutos le dije, lo mejor que pude, que me dejara huir. Pronto. Trataba de contener la respiración, mientras ella abría la puerta de su departamento, y comenzamos a recorrer el camino hasta la planta baja (otra vez esas dicroicas deslumbrando mi pudor).
Su gesto final en la puerta reveló algo de desconcierto. Solté el aire cuando pisé la calle. Me quedé dudando si ella no estará pensando en que me volví homosexual o loco.
Ni giré la cabeza para saludarla.
Transiciones crepusculares
cuando mis ojos me traicionan y hago de los otros
sombras bultos perfiles
pasajes de ida hacia la noche
somnolencia de final del día
me arde la piel con el disfraz laboral
la cabeza no frena
soy la careta que no puedo desasir.

Habrá que pasar la noche
(ahora entiendo a los bebés que se resisten
a dormir. Temen no volver más)
algún sobresalto
sin despertador
la ausencia de tu respiración
me trastorna
cierro las sábanas para no verte
no te cueles entre mis sueños
hago de la ducha mi asepsia quirúrgica
para sacarte de mis cicatrices.

Sigo transitando
sino, estaría muerto
y eso sería inaceptable.
Me confundo de dirección
desorientado
taconeo como viejo ciego
el rumbo en un sendero arbolado
a los lados la sombra es de otro
que me quiere
atrapar entre sus claroscuros irisados
camino corro troto cabalgo
ese elefantito soltado de la tropilla
suelta la trompa
se pierde entre tanto polvo
lo siento llorar y bramar
es mi hijo
mis manos de aspas para estirar
abren el camino
sencillo
el sol y el viento ya hicieron lo suyo
aclarando los lugares
celadas y silencios ominosos
la lluvia llegará mañana
si te acerco escucharás
los latidos desordenados
cómo gotas que pegan fuerte
asentando el terreno
haciendo fértil lo que piso.
Vos soltás las amarras
las sombras son ficticias
y me ves
por fin
antes del fin
¿Habrá un botón o una palanca?
bien al fondo
¿quizá en el plexo solar? (otros dirán: corazón)
donde siento que me desecharon
uno a uno
cada cual por diferentes razones
los busqué dentro mío para entenderlos
afuera no me animé (hasta hoy)
recriminar y acusarse de todo
separación, distancia, ruptura, quiebre, cambio abrupto
en el plexo ¿estará la culpa solar
o mi eje galáctico?
uno, una, uno
ningún amor exorciza esa deselección
los domingos (como hoy) me levanto peor
si no puedo correr o un poco escapar
crear anticuerpos
para esas almas hijas
condenadas al purgatorio
al leteo de olvidos imposibles
descartando que no me recuerden
cruzamos muchas veces las mismas aguas
ahora a la deriva
me imagino muriendo de a poco (mi cuerpo me lo dice)
cuando la vida está a mano
apretando aquel botón
accionando otra palanca
Ser maleable como el agua
tender puentes invisibles
dorarme bajo un sol tremendo
deshaciendo senderos
mientras sumerjo las manos en ácidos
los reflejos son recuerdos.

El follaje se confunde con la piedra
segundos de belleza no intencional
(los muertos imitan los gestos de los vivos)

Emerge
entre mínimos dolores
las articulaciones crispadas
la cercanía de los cuerpos avejentados
a los golpes
retumbante
informe
desmigajado
en el soñante que soy
La condición por la que te busco
es difícil desentrañar
tus ojos, si me miran con brillo
una palabra, cuando expresa tu profundidad
tu voz, si susurra
Son condiciones que impongo
que estés quieta
ahí
límite
cerca y lejos
un poco inexpugnable
entregada
con risas


Es mi condición la que a veces falla
me alejo, sin razón
vuelvo, sin aviso
quiero porque sí
me enamoro de los dedos
condiciono todo a mi humor
cuándo quiero algo
si perdí lo que buscaba
no encontrando el lugar

Pero puedo ser incondicional
Un poco
una caricia
un lugar donde meterme
un abrazo cuando voy a dormir
un beso tierno
un poco de comida
cocinada con amor (lentamente)

Y con tanta condición
No me condiciono
ni me rindo a vos, incondicional
Las conversaciones del día se aplastan
apelmazan unas con otras, son voces
en el teléfono o celular, escritos
leídos en pantallas frías, distantes
emoticones sintéticos que no dicen
nada.
Me esfuerzo por distinguir las caras
superpuestas capa sobre capa, rictus
bocas que se mueven
anoto en un cuaderno lo que olvidaré
seguro
a la noche todo lo recuerdo
excepto días como hoy
que me aplastaron apelmazaron estrujaron.

Trato de poner la emoción
perdida entre tanta pérdida.

Me irrita tanto desperdicio
las trivialidades y humoradas en las que me mezclo
sonrisas inútiles que suelta mi cara
mis ojos ven borroso
saludo a las sombras móviles
al fondo
y en el baño hablamos frente al espejo
naderías
mientras nos lavamos los dientes
olemos sin decirlo
disimulamos lo que nos iguala
desechos que dejamos al amo y señor
a la voz inaudible que dice:
sos mío
la conversación es lo que desagotamos
hacemos fluir en el cauce
entre tanto caudal
de justificaciones para seguir
y seguir
vivos.
Este verano fue muy seco.
Las lluvias de hoy
las de las últimas semanas, cayeron bien
en el centro de mi cabeza
me enjuagaron
los pantalones pegados al cuerpo
el limpiaparabrisas, inquieto
me despeja del sopor
aunque no creo que sea otoño
apenas un poco de aire brotando de los poros
entre tanto hormigón ardiendo
un poco de viento que percibo entre las torres
que te mojan cuando esperás que atiendan
guardias ceñudos
sólo ven sospechosos y números de serie.
Desde adentro
no hay diferencias térmicas:
hay malos y bien educados
señoras con siliconas
viejos buenos chicos malos
sucios mendigos
cartoneros con niños cargados como marsupiales
-no los dejarán en villa cartón-
aquí fuera pueden mojarse sin humedecerse.
En el calor, lo hediondo
la basura del centro se hace
conurbana.
Tomados de la mano huyen
chapotean la miseria de los edificios y restós
todos restos
un poco demasiado
a la vista
lo llaman ignominia.
Un verano seco
atroz de sudor
las manos que hurgan
vaya uno a saber
hasta que la estación sea el tren que los borre
de la superficie
la faz
la ciudad que exhuma
los cadáveres ya empapados
en la líquidez de toda esta inutilidad
mientras la lluvia me limpia los ojos
veo lo que me esconde el sol
tras mi ceguera insensible
la música de la cabina es buena
para estar sordo
a todo.
cuando arriba
tomada abajo
mis manos fueron
tu boca vino
otra vez tu perfume
mi sudor se evaporó
el suspiro salía
los dos al unísono
lagrimeamos
nos vimos en penumbra
dejamos venir
todo breve
intenso
condensación apenas
de nuevo vos
otra vez yo
dijimos lo de siempre
soltame
un gen torcido me impide
quiero ser
te quiero
fuimos por ahí
arriba y por debajo
vibrando quién es
cada uno en sí
dejame ir
abrazame
otra lágrima
un auto arranca
el viaje más corto
a otro mundo
que hace doler
un amor acabado
sin prólogos
sin más palabras
para agregar.