Ana

… por más empeño que ponga en concebirlo, no me es posible tan siquiera imaginar que pueda hacerse el amor más que volando.

Girondo, Espantapájaros.


Me dijeron, y ella me lo recordó en la primera llamada, que tenía mi edad o un año más. Pero quise jugar. Como los que juegan en el casino por necesidad y pierden por la misma razón. Un buen encuentro, es una corta manera de adjetivar, pero expresa lo que pasó en aquella primera cena de conocimiento. Insistí en seguir reglas (creí que de cortesía) y la volví a llamar.
Salimos. Yo tratando todo el tiempo de convencerme de que me gustaba. Entonces probaba mirarla en distintos perfiles. Trataba de ver cuál era el aspecto que me podía atraer. Al mismo tiempo, pensaba que no había atracción posible si lo tenía que hacer husmeándole el cuerpo y la voz para “pensar” si me gustaba. Era un trabajo. Mientras, ella seguía hablando y yo respondía como podía.
Pasamos mucho tiempo esperando la mesa, con una sensación de atrapado sin salida. Ahí parados, ella me contó que su hija tenía pechos muy grandes, más grandes que los de ella. Claro, que como trabajé en la lencería de mi papá, la frase: “ella tiene 120” la pude finalmente captar, pero no sin antes pensar que me estaba confesando que tenía una hija que pesaba esa enormidad de kilos.
¿Qué me quiere decir? - pensé.
Ahí parado recordé una conversación de ese mismo día, en la que le decía a un amigo:
-Hoy a la noche salgo con una señora.
Exploraba sus ojos con la esperanza de encontrar la respuesta. Miraba la forma en que cerraba fuerte los labios, cuidando mucho de cerrar bien la boca. Atisbaba en cómo movía las manos, y espíaba sus anillos. A la vez exploraba cualquier otro gesto que me diera una pista.
Falsa esperanza. Ella no tenía la respuesta a cómo había llegado hasta ahí. Igual ya el tiempo estaba irreversiblemente moviéndose, y en pocas horas estaría de regreso en mi cama. Solo.
Al llegar a la puerta de su casa, cuando ya escuchaba los aplausos y el telón cerrándose para irme a descansar, me preguntó
- Subís?.
No me lo imaginaba. No supe decir no.
En el ascensor, esa maldita luz blanca dicroica me mostró en el espejo quiénes éramos. Los dos. Y ella. Trataba de pensar en cómo sería su cuerpo. Y no podía.
Todo se precipitó cuando sentados en ese sillón la vi de costado. Sus pechos grandes, contenidos en la remera y emergiendo de allí, su cuello con evidentes señales de flacidez. Sentí pudor. Un solo paso más y podría estar desnudándola. Su gata Ana (por anarquía) me acosaba con esos ojos romboidales que asomaban como faroles. Me daba desconfianza, como todos los gatos. Desolado en mi soliloquio, trataba de hilar un tema mientras me mostraba fotos de sus hijos. Ella cuando era joven, con su hermana, su madre y no sé cuántos más.
Empecé a sentir calor, o asfixia. Tenía la sensación de que los pelos de esa gata me darían mi típica alergia. Podría morir de un shock anafiláctico. Al menos así zafaría de la obligación que parecía inevitable. ¿Y si sus pechos cayeran al desnudarse? ¿Qué haría con ellos? No soy Girondo. A él no le importaba la forma de los pechos de las mujeres. Su único requisito era que lo hicieran volar. Pero para eso hay que tomarse el vuelo y yo no quería siquiera acercarme a la nave. En tierra me siento más seguro.
A los treinta minutos le dije, lo mejor que pude, que me dejara huir. Pronto. Trataba de contener la respiración, mientras ella abría la puerta de su departamento, y comenzamos a recorrer el camino hasta la planta baja (otra vez esas dicroicas deslumbrando mi pudor).
Su gesto final en la puerta reveló algo de desconcierto. Solté el aire cuando pisé la calle. Me quedé dudando si ella no estará pensando en que me volví homosexual o loco.
Ni giré la cabeza para saludarla.

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