Sábado al mediodía

La verdulera me recomendó ése tomate
preguntando por mi habitual banana
rió fuerte. Me hizo cosquillas
la lechuga francesa, un poco
es para mí solo
la otra (verdulera) asomó por sobre su hombro
rió también. Se sumaron estridentes
me perdonó cincuenta centavos
las monedas escasean
pero viven en la abundancia
y mientras salía
ellas seguían riendo.
Me sentí feliz
inexplicablemente plácido
Me gustaría levantarme muerto una mañana
sin haberme enterado
que desperdiguen mis restos
los cremen, hiervan
fosilicen
no me interesa demasiado
qué hagan con los despojos materiales
los partan, compartan
o deshagan
se maten por mí
que les importe nada
no me preocupa
total estaré muerto
esa tarde
y nada me conmoverá ya
ni un poco.

Fue (¿fue?) la última noche que bailaron así. Encastrados. Cada movimiento se enhebraba con el del otro. Sincronía indisimulable. Una despedida en ese quincho al pie de la sierra. Llovía a cántaros. El músico, fácil de recordar: un porteño, que huyendo a ese paisaje por amor a una lugareña, allí ancló su vida para siempre. Los pasajeros del hotel bailaban, también los mismísimos empleados se mezclaron en ese carnaval de disolución de jerarquías.

Los dos habían llorado por días preparando la despedida que danzaban. Una grieta se había profundizado. El agua cayó día tras día desde el momento en que comenzaron a conocerse, horadando progresivamente el futuro. Sin mañana no hay relación. Les quedaba cada vez más pasado, hermoso, increíble, del color de los ojos de ambos. Un pasado convertido en eterno presente, aunque ese fluir de días no alcanzaba. Pero, ¿cómo? se preguntaba él ¿existe algo más que disfrutar en forma perenne del acople de dos almas y cuerpos? Sin embargo ella deseaba un mañana más claro. Exigencia vacilante, con retrocesos, tímida a veces pero que formaba un ariete de una potencia emocional imparable. ¿Era posible ese estado salvaje, natural sin más definiciones? cuestionaba ella. Nadie dictó que esa era el modo en que las cosas debían ser, pero se sobrepuso al fluir habitual. Incontenible. Incontenible como la envidia que despertaban en ese momento y la que habían generado años atrás cuando en aquella otra fiesta se abrazaron y salieron a bailar. Él, con los ojos cerrados, ni siquiera se daba cuenta de las caras que los miraban. Ella se dejaba llevar, se mecía con su corazón. Acoplados, aislados de todos. La lluvia caía fuerte, era imposible retirarse a la habitación, aún cuando al día siguiente temprano tendrían que volver. No hablaban. Tampoco esa otra pareja, sentada sin bailar. Desolada. Su futuro no llegaba y lo ansiaban. Querían ser padres y no podían.

Un futuro imposible parece ser la marca indeleble del amor que hace llorar.

El amor puede, sin querer, dejar yermos los corazones.