TRIVIAL

Los fines de año son todos iguales. Enloquecedores en la ciudad. El tráfico mezclado con las bolsas de las compras, la gente apurada porque parece venir el fin del mundo y no una fecha en el almanaque. Pero este año las cosas serían distintas. Me había tomado vacaciones, justamente para quedarme en la ciudad y observarla como un turista. Ver si podía verla de otra forma. El domingo llovió y el lunes era glorioso. Fresco en diciembre. Y con toda la semana por delante.
Empecé a armar el rompecabezas de las horas. Ahora al gimnasio, después un corte de pelo y más tarde a algún museo. Sólo para terminar el día en un encuentro especial de los alumnos de los grupos literarios de K. Una invitación ineludible para cerrar el año. Algo que le diera sentido al paso del tiempo. Ponerle palabras a la mudez, o algunas diferentes a la verborragia típica de los periodistas, que llenan páginas sintetizando el año que pasó y predicen de forma absurda lo que vendrá.
Caminé, hasta tuve que ponerme un buzo, sentí fresco. Luego un poco de sol me hizo desistir de tan larga caminata. El segundo museo por visitar estaba cerrado. No lo lamenté. Ya podía pensar en la llegada al Abasto.
Cuando llegué, noté que habíamos quedado mezclados. Que alguien había concertado un encuentro a la hora de las brujas. En medio del mismo barrio en que mi abuela me compraba los sábados la revista de los súper héroes, en el que me daba quince centavos para que me tomara el veinticuatro, en el que me dejaba mirar Misión Imposible en la cama antes de ir a dormir mientras pelaba manzanas (por supuesto que para comerlas me tenía que sentar, no sea cosa que me atragantara). Allí mismo donde los borrachos me asustaban de noche, en que mi novia y yo íbamos a la guarida para leer los libros prohibidos por la dictadura. No estoy seguro de que fueran prohibidos, quizá sólo lo hacíamos para sentirnos importantes, furtivos habitantes de ese barrio, donde en invierno hacía frío y en verano un calor insoportable. Pero mi abuela me dejaba jugar a las escondidas, abasteciéndome de un lugar para refugiar palabras, sensaciones y recuerdos.
Como es usual en mí, había llegado temprano. Me senté en el sillón. Estaba de buen humor. Como todo buen turista debe hacer, había llevado conmigo mi cámara de fotos. Y fotografié a los que iban llegando. Comenzó un extraño cruce de los que habitualmente llegaban a esa hora y los que se iban más tarde. Pero ese día, todos se quedaron. Había (se notaba) códigos de los grupos que se fueron creando ese año, y algunos hasta se habían puesto nombre. Eran tribus poéticas que en el Abasto habían enlazado sus destinos. Me dediqué a mirar por la ventana. Cruzando esa mole espantosa del shopping, en el edificio bajo que podía ver desde esta torre, vivía mi abuela. Ya no vive allí. Murió hace varios años. Pensé: quizá un día me anime y le pida a K. que me deje salir al balcón. Quisiera poder ver si en ese balcón ella sintió lo que escribió en su último libro.
¿Casualidad?: al lado mío, se sienta la hija de una amiga de la adolescencia. Se llama D. Lee sobre su madre y con su voz tan parecida, ya no sé a quién estoy escuchando. Ella que era la íntima amiga de mi novia y recuerdo, sí, que usaba aparatos en los dientes, fumaba mucho y se casó con alguien de apellido G. (no recuerdo su nombre). Entonces D., que se sienta al lado mío, es de apellido G.
De su madre no me acuerdo mucho más, sí de A., mi novia. Fría, distante. Marcó a fuego la elección de la que sería luego la madre de mis hijos. Tan parecidas ellas.
Sentado enfrente, Alejandro, conquistador a lomo de elefante, llega con una pequeña mochila y saca sus manuscritos, pocos transformados ya en textos tipeados. Saluda a su tribu, se presenta a los desconocidos. A mí me dice: ¿Qué hacés? ¿Cómo andás? Convencido que las convenciones del saludo me irritan, le devuelvo un simétrico ¿Y vos? ¿Qué le importa cómo ando? A mí no me importa él, salvo en los azarosos cruces en que me veo obligado a saludarlo.
Me empiezo a sentir avergonzado de mi propio orden. Lee Alejandro de las hojas de un cuaderno. Busca qué quiere leer, se toma su tiempo aunque parezca perdido. ¿Será un gesto planificado? ¿Como esas mujeres que se nota que estuvieron horas frente al espejo para no parecer arregladas? Mientras tanto, avanza el ejército interior, el implacable enemigo: ¿no será que tengo mucho tiempo para mí y por eso puedo ser tan ordenado en el oficio de escribir? Como no veo a mis hijos, tengo demasiado tiempo. Surge inevitable la siguiente pregunta (constante): ¿no será que con tanto orden nada nuevo puede surgir?
Cómo lee, me gusta. Es amigo de H., y se arman sincréticos los dos. Rubios, casados desde hace años, hablan bajito. Los dos tienen algo que les apasiona que no es el fútbol. H. la música; Alejandro, la poesía. Son amigos y sus hijos también entre ellos. Me cuesta entablar una relación con él. Algo no funciona. No pasamos de cinco minutos de un intercambio trivial y nos quedamos en silencio. Con muchos me pasa lo mismo: la superficialidad que me recrimino y acepto tantas veces como inevitable, mi naturaleza.
Viene después una conversación deshilvanada sobre lo nuboso. Lo que en la literatura hay que poder enfrentar mientras se escribe. Un problema que tratado de la forma en que lo estábamos resolviendo, no me satisfacía. Era un revuelto de más oscuridades, de gestos que no concluían. Sin embargo, la mitad de los presentes no recordaban que ésa hubiera sido la consigna del día. Algo muy típico de los talleres literarios, pensé. Miré atento a la cara de Alejandro, a quien creía perdido, entre tanta sombra y nube. Cuando leyó su texto me dije que no, que era una impostura, o que en todo caso me estaba reflejando. El rostro no siempre es tan fácil de leer. Leí hace poco de algunas personas que viendo rostros pueden descubrir sus intenciones. Cuando yo mismo hacía karate, mi profesor me decía que había que mirar los ojos del adversario -no sus piernas y manos- en sus pupilas estaban cifrados todos los golpes que arrojaría. Para Alejandro nada era oscuro. Su texto lo delataba. Era un recorrido piazzolliano por la ciudad, varios saltos en que las nubes se deshacían en locos que rodaban por Callao. Los rayos se convertían en ojos y las luces estremecían. Seguro. Quien no entendía era yo. Y mi rabia aumentaba. Las vacaciones, el museo y el día fresco ya eran un vago recuerdo. Él era de una tribu, tenía pertenencia. Yo, en cambio, estaba sitiado o aislado. Pensé que iría a un lugar en que algo especial pasaría. Pero, ¡éramos tantos buscando lo mismo! Y por un segundo me imaginé que a la misma hora, miles de grupos estaban en el mundo deshojando palabra sobre palabra, todos creyéndose especiales. Con un año calendario de acumulación de papeles en una carpeta roja, la profesora K. puso en evidencia que todo era un apilado de escritos. Dijo que ya no tenía lugar para más papeles. Se acordaba de quién era cada texto, algo que me llamó la atención entre tanta hoja suelta de diferentes tamaños.
Comíamos comida típica de asalto de mi pubertad. Pero eso me hace mal. Mate y en el medio mezclado con saladitos y coca cola. Creo que si me hubiera aventurado a ingerir algo de todo eso habría terminado internado (de hecho, una vez me pasó por mezclar torta de chocolinas con pizza)
Del resto de los presentes no puedo decir más. Todos podrían ser conocidos. Si lo intentara, encontraría que somos amigos, parientes o vecinos lejanos. Menos de seis grados de separación para todos. Un mundo pequeño en que no habría pretendidas palabras poéticas, sino que un mismo simple origen. Algunos de ellos, naturales miembros de clanes, con el tiempo dejarán la vida nómade del poeta y se asentarán. Otros seguramente harán otra vida, ésa de las lecturas colectivas, pequeñas revistas de baja tirada, algún libro y un mundo cerrado de autorreferencias.
Me impactan, de este cruce, aquellos que ya están como yo con media vida hecha -o un poco más- y vamos prolijamente a dejarnos llevar por ese maremágnum de palabras.
Ella (no recuerdo su nombre) leyó sobre la peluquera y su tía.
Dijo,
- El clonazepam no mata, sólo duerme.
Empiezo a temblar por dentro. Por un segundo me la imagino una asesina a sueldo, pero de un tipo especial. De las que matan con la palabra. Miro de costado a D. G.. Me parece que mucho no entiende esa frase. Me transporto hasta la madre de mis hijos (el lenguaje arma circunloquios increíbles para decir “ex esposa”). Una asesina que mataba con las palabras. Nada peor que contradecirla: su palabra era la última en nuestra horda. Y yo no era víctima, sólo que el clonazepam me dejaba dormir y no quería otra cosa que amanecer un día más. Un preso tachando lo días en el almanaque. En algún poema escribí lo mismo, un recluso con un marcador rojo tacha los días, insufrible retorno de lo idéntico. Total, ella podía seguir hablando, que yo era químicamente inmune. Pero lo increíble del lenguaje, tan aéreo, tan sin peso, es que no es inocuo. Trastorna, hace cosas y puede quemar. A la vez tan nuboso, sin transparencia en lo que decimos. Los silencios, mortales a veces, son formas sutiles del homicidio. Como en Caín y Abel, el primer gran crimen registrado, todo es cuestión de palabras. Dios acepta sólo un presente: el de Abel. El otro se trastorna. El texto no dice cómo lo mató. Fueron al campo (eso sí está dicho). Se miraron a los ojos y Caín lo hirió a Abel con unas palabras mágicas que lo tumbaron para siempre. Palabras con fuego, palabras ardientes, palabras dolorosas. Ahora todos sudamos para pagar el precio por ese uso irresponsable de la palabra. No sabemos si sangró. No sabemos si fue enterrado, ni siquiera si fue cenizas. Peor, muchos querrían saber si fue o no al cielo. Dios luego interpela a Caín, y nadie se hace cargo. Ni el mismísimo Dios, creador de la palabra que nombra todo, quien debe haber visto y oído lo sucedido, y que como responsable de todo ese drama, trata de no desocultar su propio error. Todas las ofrendas son válidas. Caín quedó preso en medio de una catarata de malos entendidos. Rojo de furia y azul de envidia, estalló. Su rostro lo delató y los ojos despectivos anticiparon el golpe que daría. La palabra, tan temprano, mostró que aún en la tribu más primitiva, no es trivial. Está integrada al cuerpo.
Ese día con todos esos desconocidos asistíamos a K., nuestro oráculo, para que ella nos dijera, cara a cara, qué era posible o imposible decir. Que validara si existían palabras conquistadoras, si la palabra nos transformaría en escritores, si podríamos llamarnos poetas, si trascenderíamos ese cúmulo de papeles impresos o terminaríamos en la basura por falta de espacio. Asilado en ese pequeño eje del mundo, asistía a un vórtice en que las palabras pasadas y futuras estaban a punto de adquirir plenitud. Me preocupaba que por su liviandad, pudieran morir en manos de alguna droga, una mirada despectiva, o un golpe no leído a tiempo en el rostro del oponente.
Estábamos ahí para hacer preguntas sin respuestas. En el Abasto. Cruzados. Sentados. Creyéndonos especiales. Conquistadores de la palabra o pequeños aprendices de asesinos. Justo antes de fin de año.
Cuando salí a la calle empezó a hacer calor. Sentí la humedad tan típica de diciembre. La gente estaba quieta con la boca cerrada. Me quedé sin ganas de hacer más planes para esa semana. No podía ser más un ocasional turista de mi propia ciudad. Todo se había vuelto sin sentido. Me sentía desasosegado.
Pensar que había cifrado en esos pocos días un final diferente.
No recuerdo haber saludado antes de salir.

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