Hacía ya tiempo que estaba enroscado.
Era capaz de cualquier cosa con tal de verla.
Fabulaba historias para tapar ese tiempo fuera de la rutina, historias tan poco
creíbles que evitaba repetirlas. Sin embargo, como la trama era más fuerte que
su voluntad, no podía deshacerse de ellas.
Llegaba al mediodía, cuando lograba
escapar de la oficina. Como un caballero al rescate de la dama, buscaba indicios
de su presencia o de alguien conocido a quien evitar. Se paraba inquieto en la
esquina, casi debajo de la autopista que define el confín sur de la ciudad. Procuraba
evitar las miradas acusadoras que sentía caer, como proyectiles peligrosos,
desde todas las ventanas. Se cumplía inexorable la frase que una vez había escuchado “el que espera, desespera”.
Paraba su imperceptible danza cuando
ella aparecía. La adivinaba a través del parabrisas delantero donde se
reflejaban las viejas casas del barrio: abrir la cartera, pagar, recuperar el
vuelto, guardar la billetera, girar el brazo, menear leve la cadera, y el
tobillo, sí, su tobillo, apareciendo
por debajo de la puerta del taxi que por fin había llegado. Él siempre antes,
esperando eternamente, como si un lazo misterioso lo hubiera puesto en la
trampa a más velocidad que la supuesta presa, y petrificado, quedarse
vigilándola, espiándola descender del carruaje de princesa.
Con un beso rápido, caminaban apurados
hasta la entrada casi imperceptible, que los tragaba de la calle en un
santiamén, desapareciendo de los ojos de la calle austral de la ciudad, donde los
peatones no abundan y los bares tienen olor a viejo, tanto como los pasillos de
alfombra roja y desvaída de ese hotel.
Apurados recorrían los escalones y los
pasillos, según qué habitación les fuera asignada por esa empleada escondida
tras el vidrio marrón, quien recibía el dinero de las presas furtivas a través
de una bandejita oscilante. Ellos podían ver sus miradas reflejadas en el
delator espejo.
Justo en el instante clave podrían
cruzarse con otros en la misma situación. ¿Qué les podría decir en ese momento?
Hola,
¿Qué tal? ¿Qué hacen por acá? Te presento a…, o bien, Uy ¿pero qué sorpresa!
Todas esas ideas se precipitaban sobre
él en el acto de sacar el dinero del bolsillo y recibir a cambio la llave,
atada por una cadenita a un estridente acrílico amarillo donde figuraba el número del cuarto. Al mismo
tiempo se escuchaba la voz diciendo: “primer
piso, al fondo, subiendo la escalera, acá nomás a la izquierda”.
No importaba cuánto los hubiera visto,
su cara apenas insinuada tras el humeante vidrio era de: “bienvenidos por primera vez”. O podía ser él quien imaginara eso,
llevado por su mezcla de ansiedad y remordimiento, buscando sentirse como en la
primera única e irrepetible cita. Quería convencerse de que la pasión por el
cuerpo de ella, sus gemidos y el modo en que se deslizaba, eran el único móvil
de todo ese despropósito en su ajustado tejido de rutinas horarias. No quería
aceptar su desesperanza sobre sí mismo, su dificultad de controlar la locura.
Se daba cuenta que se comportaba igual que con los dulces: podía no comerlos,
pero una vez que empezaba, no podía parar. Prefería la abstinencia total. Una
vez tentado y embarcado en el goce, no podía detenerse.
Había intentado varias veces poner fin
a la relación. Sentía que al llegar a su casa por la noche, exudaba olores, exhibía
restos sospechosos e imperceptibles para él, y que sin querer se habría quedado
alguna pertenencia de ella en su valija de trabajo o los bolsillos de su ambo.
Había probado dejar de llamarla. Probó no escuchar el canto de sirenas atándose
con fuertes ataduras al mástil de su rutina. Oídos que no oyen, corazón que no siente, se repetía. Como con los encantadores
dulces, creyó que podría controlarse. Fue un cruce inesperado en las oficinas,
cuando había bajado la guardia y estaba seguro de haberla olvidado, de haber
cruzado el estrecho paso.
Ella lo encaró con voz baja y
temblorosa:
¿Qué te pasó?
Se vio atado arrastrado de manos y
piernas por fuertes y poderosas cuerdas que lo sujetaban, imposibles de
resistir.
El verano la volvería a traer a la
misma esquina. Un solero de colores rojos y negros, en el que podía adivinar su
desnudez, lo dejaba sin aliento. Sólo sacarle el aparente decoroso vestido, era
tenerla ya con los pechos en sus manos, su sexo preparado, su boca abierta. Ella
se sentía diosa, venerada. Él todo lo que había soñado desde la adolescencia. En
el desenfreno recorrían todos los espacios y aperturas del cuerpo del otro y
los rincones habitables del cuarto, en tanto que la cama era sólo una
superficie para caer rendidos después de cada batalla.
El final fue inesperado. Especialmente
para él. Todo había sido como debía ser: encuentro, culpa, éxtasis, esconder
los ojos de la mirada de ella, luego acercarse hasta no dejarla casi respirar,
recomenzar un largo juego y un nuevo compás que los arrojaba transpirados a lo
que quedaba de sábanas y una conversación, casi de rutina en el apurón de
vestirse, de ir encontrando los restos impares de medias, pantalones, vestidos,
relojes… El estaba en la cama, recostado, su sexo ya caído, mientras ella de
espaldas a él se iba rehaciendo, lenta, cadenciosa: la pollera, el corpiño abrochado
con destreza, y mientras se ponía la camisa blanca, en el silencio de la
habitación sólo quebrado por gemidos que llegaban desde algún cuarto vecino, él
vio aquello. No era nada, se dijo, pero el horror de todos modos lo atrapó. La
impecable camisa blanca de ella dejaba colgar un hilo, un hilo largo. Lo vio
oscilar, pender, flotar como una araña en su tela, como un fantasma que se
hubiera colado y le hablaba. Quedó demudado. Trató de convencerse de que era un
intrascendente detalle, pero algo lo inquietaba, perturbándole incluso su
respiración. Se agitó y por más que trató de controlarse, lo único que pudo fue
bruscamente recuperar todo, vestirse y decirle a ella: vamos ya, que llego tarde.
Nunca más la volvería a ver. Fue
definitivo. No pudo con esa falla, esa indolencia y la ignorancia de su hilo pendulante.
Le había dado miedo, pánico. Repentinamente se había convertido en un monstruo.
Mucho más tarde pudo encontrarla, en
medio de aquella penumbra, del olor a desodorante de ambientes, jabón barato
para ducha y su propio cuerpo entramado en el de ella. Su madre nunca había
dejado de repetirla, cuando alguien se le antojaba sospechoso o poco digno de
confianza, se le nota la hilacha.
La hilacha.
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